«Algún día estaremos frente a frente, algún día te conoceré en persona«.
Esa es la promesa que se hizo mientras veía su imagen reflejada por la luz del proyector en aquella pantalla del aula de Historia del Arte. Ninguna foto había causado tal efecto en él durante ese curso de COU, ni siquiera la de las pirámides de Egipto o el Partenón de Atenas. En cambio aquella mañana, esa instantánea junto a su evocador nombre le dejaron hipnotizado, originando así una cuenta pendiente.
El tiempo siguió su curso, pero aún con el paso de los años aquella promesa nunca cayó en el olvido, más bien todo lo contrario. El deseo se hizo cada vez más fuerte hasta que dos décadas después el sueño se convirtió por fin en realidad.
Aquel joven aún adolescente era yo y mi sueño era ella, Santa Sofía.
Bueno… «Hagia Sophia» para ser más exactos.
No sé muy bien si lo que me cautivó fueron las explicaciones del profesor, escuchar la tremenda historia de aquel edificio o el haz de misterio que desprendía. La cuestión es que después de tanto tiempo por fin estaba allí ante ella: imponente, elegante… más majestuosa de lo que la había imaginado.
Para mí estar frente Hagia Sophia suponía estar ante un enorme pedazo de historia de la humanidad. Bizancio, Constantinopla, Estambul… basílica, mezquita, museo… cristiana, musulmana… En realidad qué más da, ha sido tantas cosas para tantos, que sin ser de nadie nos pertenece un poquito a todos.
Ubicada de manera estratégica en lo alto de una colina, «Hagia Sophia» (así me gusta llamarla y no Santa Sofía, la versión española) domina toda la escenografía de la ciudad, observando y controlando lo que ocurre a ambos lados del Bósforo, ese estrecho que tantas guerras originó en su día y que divide Europa y Asia, las antiguas Rumelia y Anatolia.
Este emplazamiento único la convierte en el centro neurálgico de la actual Estambul ya que allí es donde nace y muere la vida de la ciudad desde el año 537, hace ya más de 15 siglos. Seguramente el emperador Justiniano I sabía lo que hacía cuando ordenó su construcción ideando aquella basílica como el reflejo del gran poder de su Imperio Bizantino.
Conocer Hagia Sophia resultó ser un viaje a través del tiempo además de una inesperada estimulación sensorial, ya que sin quererlo y ni siquiera esperarlo mis sentidos acabaron tremendamente enloquecidos debido a todo lo que ocurre a su alrededor.
Todo comenzó con el sentido de vista el cual tomó el mando de mi cerebro, dejando a mis ojos totalmente ojipláticos al contemplar aquella rebautizada mezquita flanqueada por sus 4 minaretes. Si verla desde fuera me pareció increíble, estar en su interior fue la constatación de que estaba ante una verdadera obra maestra, pues sus mosaicos, columnas y enorme cúpula (¡Ay la cúpula!) son únicas. Simplemente me senté y la miré, en silencio. No me apeteció nada más.
Al salir de allí y aún extasiado por esa tremenda experiencia visual fue mi olfato el que pasó a llevar las riendas, así que simplemente me dejé llevar. Cual abeja atraída por el polen de una flor acabé a las puertas del Bazar de las Especias. Allí dentro experimenté una brutal explosión de olores debido a la enorme cantidad de aromas, hierbas, comida y… cómo no de especias.
Cerrando los ojos imaginé cómo sería aquel lugar en el medievo, época en la que Estambul era el epicentro de la mítica Ruta de la Seda, esa que sueño en realizar algún día emulando al inolvidable Marco Polo. No pude evitar pararme a oler en cada uno los incontables puestos cayendo así en la tentación de probar varios de los deliciosos dulces que allí me regalaba la gastronomía otomana. Todo ello acompañado por un espléndido café turco, sin ninguna duda el mejor café que me había bebido en toda mi vida.
Con el estómago lleno y con las fuerzas renovadas, salí de allí para acabar casi sin quererlo en otro famoso lugar, el Gran Bazar. Eso sí, siempre con Hagia Sophia como telón de fondo, siempre observándome desde su altar y haciéndome de guía a través de sus rincones más emblemáticos.
Con más fama que el de las Especias, el Gran Bazar es el bazar por excelencia de la ciudad desde que Mehmed II decidió construirlo en 1455 como edificio anexo a su palacio, agrupando así a todos los artesanos de la ciudad en pequeños gremios.
Alfombras, cobre, lámparas, textil, joyas… infinidad de productos manufacturados pasaron por mis manos, deleitando de ese modo mi tacto de la delicadeza y maestría de estos artesanos los cuales honran cada día unos oficios transmitidos de generación en generación. Y como respeto a esas antiguas costumbres fue imprescindible el regateo para poder llevarme alguno de estos productos, pues no se entiende el «trato» sin esa negociación previa buscando un precio justo para ambos, para vendedor y comprador.
Tal contraste de emociones y sensaciones acabaron casi por hacerme perder la noción del espacio y del tiempo, aunque en realidad nunca tuve la sensación de estar perdido ya que sabía que ella siempre estaría cerca, sabría dónde encontrarla. Fue fácil regresar al punto de partida, a los pies de Hagia Sophia.
Justo con el ocaso llegaba el que sin duda fue el mejor momento de nuestro encuentro, ya que con la caída del sol comenzó a escucharse la atronadora voz del almuédano el cual iniciaba el «adhan«, la llamada a la oración obligatoria conocida como «salat«. A través de rítmicos y entonados cantos (ininteligibles para mí) vi como la muchedumbre se dirigía hipnotizada al interior del templo para cumplir con su sagrado ritual.
A pesar de no ser musulmán y no acabar de comprender, fue tremenda la emoción que sentí a través de mi oído al escuchar aquellos acordes, ver cómo la misma estampa se repetía 5 veces al día jornada tras jornada en aquel escenario inigualable.
Poco a poco y al final del estruendo, las voces cesaron y todo volvió a la normalidad.
Ya con la noche cerrada y el manto de estrellas posado sobre mi cabeza, me senté de nuevo para admirarla por última vez tras un día de grandes emociones en el que la realidad superó mis altas expectativas.
Sin duda creo que esa podría ser la imagen ideal, la foto de portada. El epílogo perfecto para cerrar el círculo y cumplir el deseo de aquel chaval que soñó algún día encontrarse frente a frente ante Hagia Sophia, una de las construcciones más fantásticas de la historia de la humanidad.
Porque al final, lo había conseguido. Al fin estaban frente a frente.
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