¿Y por qué no?
¿Por qué no alquilamos una moto en el mismo aeropuerto y nos lanzamos a la carretera? Vayamos donde la misma nos lleve, huyendo de esas rutas trilladas y tan masificadas que han perdido su encanto. Vayamos en busca de esa Toscana bucólica. La de los viñedos, campos de trigo y los pueblos medievales. Vayamos tú y yo. Subidos a lomos de una Vespa…
Y así, de este modo, comenzó nuestra ruta a través de las Colinas Pisanas, una zona poco concurrida de la Toscana italiana.

Viajar a la Toscana siempre había estado entre mis sueños viajeros. Me hacía mucha ilusión poder recorrerla a lomos de la icónica Vespa de Piaggio. Y hacerlo además de manera pausada, disfrutando de sus intensos paisajes, perdiéndome en cualquiera de sus pequeñas villas. Saboreando cada momento, cada experiencia.
Quizá la influencia de películas ya inolvidables como «Bajo el sol de La Toscana» o «La vida es bella» tenían su parte de culpa, es posible. Pero lo importante es que ese sueño, esa ilusión… se iba a cumplir.
Sabía que lo iba a pasar bien, que lo iba a disfrutar. Pero lo que no imaginaba es que la realidad acabaría superando las expectativas.
Después de un plácido vuelo de apenas 2 horas desde Valencia, aterrizamos en el aeropuerto de Pisa. Ya estaba en tierra toscana. Un desembarque rápido (es lo que tiene viajar con mochila) y en pocos minutos ya había hecho las gestiones para recoger la moto. Por fin la tenía delante de mí, tal y como la había imaginado. Una flamante Piaggio Vespa de color blanco impoluto. Preciosa, reluciente y presta a acompañarnos en esta emblemática ruta.

Salí del aeropuerto de manera cautelosa tratando de conocer a mi nueva compañera de viaje. Dicen que la primera impresión siempre es importante así que tenía que ir con cuidado, pues no quería estropear a las primeras de cambio un romance en el cual tenía puesta mucha ilusión. Un idilio que tenía que durar cinco días, nuestros cinco días de aventura romántica en La Toscana.
Pasados los nervios iniciales y dejada atrás la carretera principal, comenzaba de verdad nuestra historia. La monotonía de la autopista daba paso a un asfalto desgastado y serpenteante, bañado por las primeras tonalidades verdes, dorados, lavanda, ocre… Esto promete, me dije a mí mismo.

Los primeros kilómetros fueron de tanteo así que simplemente nos dejamos llevar. No teníamos ningún lugar definido, una meta a la que llegar. Así después de unos minutos de presentación ante las Colinas Pisanas paramos en un pequeño pueblo, un pueblo cualquiera. Un pueblo que no tenía nada que envidiar a los saturados e instagrameados San Gimignano, Volterra o Montepulciano. Un pueblo cuyo nombre ni siquiera recuerdo. Pero… qué más da.

Paramos en un bar cualquiera el cual se ubicaba en un punto estratégico a la entrada (o la salida, depende de cómo se mire) y que no paraba de saludar y despedir a clientes. Preferimos quedarnos fuera en su terraza para tomarnos el aperitivo mientras veíamos la vida toscana pasar. Media hora después y un par de cervezas acompañadas de queso y embutido de la región ya nos habíamos enamorado.
Los siguientes días fueron un cúmulo de experiencias. Experiencias de todo tipo: culturales, gastronómicas, sensoriales… Una explosión de sensaciones que todavía hoy perduran en mi memoria, ya que viajar de ese modo por la Toscana supuso hacerlo de la manera más auténtica y cercana, de una manera más íntima.
Recuerdo nuestra visita a una de las incontables bodegas que inundan la región. Una visita sola para nosotros dos en una pequeña explotación familiar donde nos atendieron como huéspedes y no como turistas. Paseamos por sus olivos, por sus viñedos y por supuesto degustamos varios de sus productos de cosecha propia con el vino como elemento estrella.

Y si gastronómica fue la experiencia en la bodega, totalmente sensorial lo fue al llegar hasta Santa Luce, lugar donde florecen decenas y decenas campos de lavanda. La explosión de colores y olores que se produce a su alrededor es simplemente mágica. Ver esa fusión de tonos morados, violetas, malvas y púrpuras resultó ser un espectáculo para la vista.

Y cómo olvidar la bonita villa medieval de Lari, de esas que no aparecen en las principales guías o artículos de los blogs de viaje y por lo que se ha mantenido a salvo de las garras del turismo de masas. Allí me comí los mejores espaguetis tartufo de toda mi vida. Trufa toscana y espaguetis elaborados en la fábrica artesanal de pasta Martelli.

Tener la posibilidad de visitar esta pequeña fábrica nacida en 1926 y ver in situ la elaboración de la pasta con el cariño y pasión de sus dueños fue todo un privilegio, puesto que no es algo que abunde hoy.

Con el paso de los días nuestro enamoramiento fue a más. Descubrir las Colinas Pisanas prácticamente solos sin más compañía que los lugareños y algún extraviado viajero romántico como nosotros resultó ser en realidad el premio gordo. Daba igual el siguiente pueblo que visitar, el plato típico a comer, el nuevo escenario que admirar o la próxima copa de vino que degustar.
Casi sin quererlo, sin esperarlo, finalmente habíamos encontrado esa Toscana alternativa la cual días antes no teníamos claro que existía en realidad. Un oasis de calma y belleza en una región convertida en un parque temático del turismo rural, del agroturismo. El sueño viajero se había cumplido pero además de manera triunfal, a lo grande.

Para el penúltimo capítulo no podía faltar una visita a otro de los lugares más interesantes de esta ruta, el Museo Piaggio de Pontedera. Ni más ni menos donde comenzó y todavía hoy se fabrica la leyenda, la mítica moto Vespa. El punto ideal para ir cerrando el círculo, ya que sin nuestra compañera de dos ruedas esta historia no habría sido igual.

Y como toda película romántica con final feliz, nuestra aventura Toscana acabó a los pies de un lugar mágico. Con la famosa Torre inclinada de Pisa como telón de fondo nos tomamos uno de esos irresistibles helados que solo hacen en Italia. El decorado perfecto como epílogo de un viaje inolvidable.

Así tenía que acabar, ¿no? Al fin y al cabo estábamos dirigiendo y rodando nuestro propio film…


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